La Ciencia no conspira
Dr. Roberto Betancourt A.
Una teoría de conspiración es la creencia de que un número de actores se unen en una suerte de acuerdo secreto, expreso o coincidencial, con el fin de lograr un objetivo oculto que se percibe como ilegal o malévolo. Estas teorías pueden adoptar muchas formas y surgir en diferentes ámbitos de la vida.
Los historiadores y los científicos sociales suelen mostrarse escépticos ante las teorías conspirativas porque creen que la mayoría de estas fracasan y que los acontecimientos históricos pueden comprenderse mejor sin recurrir a especulaciones inverificables. No obstante, este tipo de conjeturas consiguen arraigarse entre el gran público y su influencia parece extenderse. Para entender este éxito, es útil pensar en ello como un “meme”, ese mismo que se usa en las redes sociales, una invención cultural que (según su creador, Richard Dawkins) pasa de una mente a otra y sobrevive, o se extingue, a través de la selección natural. Como recursos retóricos, las teorías de la conspiración compiten con “memes” como el “debate justo”, la “pericia científica” y la “resistencia a la ortodoxia”.
La lógica del meme de la conspiración consiste en cuestionar todo lo que el “establishment” -ya sea el gobierno o los científicos- dice o hace, incluso por los motivos más hipotéticos y especulativos, y exigir respuestas inmediatas, exhaustivas y definitivas a todas las preguntas. La incapacidad para dar respuestas convincentes se utiliza entonces como prueba del engaño conspirativo. Mientras tanto, los teóricos de la conspiración ofrecen sus propias teorías alternativas con las pruebas más endebles, desafiando a las autoridades a demostrar que están equivocados.
Si bien hay teorías de conspiración que resultaron ser ciertas, como el Caso Irán-Contra o el experimento de Tuskegee sobre la sífilis, muchas otras son descabelladas. De las 92 teorías conspirativas descritas por McConnachie y Tudge (2008) en un manual reciente, la mayoría apuntaban a élites políticas, religiosas, militares, diplomáticas o económicas; abarcando desde Tutankamón y la maldición del faraón hasta los Protocolos de los Sabios de Sion, desde el abuso ritual satánico hasta los supuestos tejemanejes del Consejo de Relaciones Exteriores, la Comisión Trilateral y la familia real británica; otros tienen que ver con cultos religiosos, abducciones alienígenas o complots terroristas. Algunos son simplemente divertidos, pero otros alimentaron guerras, inquisiciones y genocidios en los que murieron millones de personas.
La mayoría de las conspiraciones científicas y tecnológicas recogidas en el libro de McConnachie y Tudge denuncian el uso indebido de la ciencia por parte del gobierno, las fuerzas armadas y las grandes empresas. Entre ellas se incluyen extrañas afirmaciones de que un ejército suprimió una tecnología que podría hacer invisibles a los buques de guerra; que las compañías automovilísticas y petroleras han ocultado un avance que convertiría el agua en gasolina; y que los dentistas pretenden envenenar a la población poniendo flúor en los suministros públicos de agua.
Las teorías de conspiración son fáciles de propagar y difíciles de refutar. Afortunadamente, hasta hace aproximadamente una década, pocas teorías conspirativas serias rondaban las ciencias naturales. Sin embargo, más recientemente, las teorías conspirativas han empezado a ganar terreno y, en algunos casos, han calado hondo en un público que ya desconfiaba de la ciencia y el gobierno. Los teóricos de la conspiración -algunos de ellos con formación científica- han afirmado, por ejemplo, que el VIH no es la causa del sida, que las vacunas no son seguras, y que el calentamiento global es un engaño manipulador. Estas afirmaciones ya han provocado graves consecuencias: políticas de salud pública equivocadas, resistencia al ahorro energético y a energías alternativas, y descenso en las tasas de vacunación.
Es trabajo de la comunidad científica buscar la verdad, fomentar el pensamiento crítico y promover la educación en temas relacionados con la verificación de fuentes y la evaluación de la evidencia, lo cual puede ayudar a las personas a discernir entre información confiable y teorías basadas en especulaciones sin fundamentos.
No es esta una tarea fácil o rápida: desmentir o afirmar cuanta teoría de conspiración aparece, por lo que -para concluir- comento que en 1870, el naturalista, explorador, geógrafo, antropólogo, biólogo e ilustrador Alfred Russell Wallace se dejó arrastrar a un prolongado conflicto con el teórico de la Tierra plana John Hampden, editor de Truth-Seeker’s Oracle y Scriptural Science Review. Su disputa tenía que ver con la medición de la curvatura del agua en el canal de Old Bedford, en Inglaterra, o conocido simplemente como experimento de Bedford Level. En este sentido, hubo una apuesta pública, que ganó Wallace, seguida de un pleito cuando Hampden se negó a pagar, una amenaza contra la vida de Wallace y una pena de prisión para Hampden. Lo más penoso fue que Hampden y sus seguidores nunca se convencieron y la creencia en la conspiración de la Tierra redonda persiste hasta nuestros días.
Por ello, la discusión debe realizarse en el campo científico, con evidencias irrefutables, y recordando aquella máxima de Karl Popper (el mismo del criterio de la falsabilidad) que reza “Ningún argumento racional tendrá un efecto racional en una persona que no quiera adoptar una actitud racional”.
* El autor es Presidente del Observatorio Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación
@betancourt_phd Fuente: https://ultimasnoticias.com.ve/noticias/general/la-ciencia-no-conspira/