Dr. Roberto Betancourt A.

La alquimia es una antigua rama de la filosofía natural que se practicó históricamente y que entre sus objetivos más comunes se incluía la transmutación a través del uso de la piedra filosofal de los “metales comunes” (como el plomo) en “metales nobles” (sobre todo el oro); la creación de un elixir de la inmortalidad; y la creación de panaceas capaces de curar cualquier enfermedad.

Es probable que el lector asocie esta ancestral práctica con míticos y desconocidos científicos locos dedicados a estas tareas en espacios secretos, oscuros, de esos que recuerda la obra de Robert Louis Stevenson en “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”. Sin embargo, los trabajos en esta materia se cuentan por miles durante el Renacimiento y principios de la Edad Moderna, entre ellos se cuenta a Leonardo Da Vinci. Eran estudios bastante serios, pero (efectivamente) descritos sin ser apropiadamente reproducibles o transferibles, como hoy la ciencia demanda.

Una de las figuras más notables relacionadas con la piedra filosofal es Sir Isaac Newton, de quien estamos próximos a celebrar su nacimiento. Nació, bien en Navidad, el 25 de diciembre de 1642 (según el calendario juliano, en uso en aquel momento) o el 4 de enero de 1643 (según el actual calendario gregoriano).

Newton tenía una de las mentes más racionales de la historia de la humanidad. Su mente no se parecía a ninguna otra y le permitió desarrollar leyes fundamentales; a los 26 años enunció importantes aportes al cálculo en menos tiempo del que tarda la mayoría de la gente en aprenderlo.

En los últimos años de su vida, Newton inició su búsqueda de la piedra filosofal, que era (para él y otros) una auténtica ciencia. Estudió todos los documentos sobre alquimia que pudo encontrar y realizó una prueba tras otra en un laboratorio de su propia creación. Lamentablemente, sus estudios lo condujeron a que la clave estaba en el mercurio, con el que trabajó directamente, inhalando sus vapores tóxicos e incluso bebiéndolo. Fue este -sin duda- el comienzo de su locura, constatándose (en la década de 1970) con una muestra de su cabello que mostró niveles de mercurio 40 veces superiores a los normales. Esta mente admirable que enunció las leyes que gobernaron la física por siglos se derrumbó al nivel del Sombrerero de Lewis Carroll.

Si bien la vida y obra de Newton demanda más análisis, él era refulgente más allá de los límites conocidos y el método científico le facilitó hallazgos virtuosos; cuando sucumbió a inconfesables fines, descendió al punto donde no todo lo que brilla es oro, o como exclamó el Sombrerero “En un mundo de locos, tener sentido no tiene sentido”.

* El autor es Presidente del Observatorio Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación

@betancourt_phd
Fuente: https://ultimasnoticias.com.ve/noticias/opinion/sin-sentido/